La muerte en Londres del ex espía y disidente ruso Alexander Litvinenko, por envenenamiento con polonio-210, fue el aldabonazo anunciador de la entrada en escena, de forma subrepticia, de una nueva clase de venenos, las sustancias radiactivas, que han alarmado al mundo entero.
Según el DRAE veneno es: “sustancia que, incorporada a un ser vivo en pequeñas cantidades, es capaz de producir graves alteraciones funcionales, e incluso la muerte”. Delimitemos el alcance de este envenenamiento desde una óptica estrictamente científica.
El elemento polonio fue descubierto por Pierre y Marie Curie (julio, 1898) en el mineral pechblenda, donde se forma por desintegración espontánea del uranio. Años más tarde, cuando se esclareció la composición de los núcleos atómicos (W. Heisenberg, 1932), se supo que lo que realmente habían descubierto los Curie era el isótopo 210 del polonio, en el que el ordinal 210 indica el número de partículas (suma de protones y neutrones) que hay en el núcleo de sus átomos.
Los elementos de la serie del uranio son todos radiactivos, por hallarse en tránsito hacia la consecución de la estabilidad definitiva (que se alcanzará, finalmente, en un isótopo del plomo). En esta carrera, que nadie puede detener, estos átomos emiten radiaciones nucleares (a, b y g), que pueden causar daño biológico en los seres vivos; y, desde este punto de vista, el polonio-210 (emisor a puro) quizás sea el isótopo que reúna las condiciones óptimas para producir el máximo de daño posible, sin que sea fácil su detección.
Los átomos del poloni0-210, una vez separados de la serie radiactiva del uranio, son perecederos y están condenados a extinguirse siguiendo una ley de decrecimiento exponencial, cuyo parámetro característico es el período de semidesintegración, o tiempo que tiene que transcurrir para que el número inicial de sus átomos se reduzca a la mitad. En nuestro caso, este período es de 138 días, lo cual nos permite calcular, dada una actividad de partida, las cantidades remanentes de este isótopo que podremos usar a lo largo del tiempo.
El polonio-210 que no se vaya a utilizar se declarará “residuo radiactivo” y será confinado hasta que se extinga su radiactividad (unos diez períodos, casi cuatro años). Ésta ha sido, sin duda, la razón por la que el ataúd de Litvinenko era, internamente, un cofre de confinamiento, para evitar que puedan dispersarse los átomos de polonio-210 remanentes.
En la desintegración del polonio-210 se emiten partículas a, semejantes a mini-proyectiles de muy corto alcance, que destruyen cuanto encuentran en su recorrido, el cual, en el caso de un tejido biológico, no serían más allá de dos o tres células (por cada a). Naturalmente, para que las alfas afecten a nuestros tejidos, los átomos de polonio-210 habrán tenido que incorporarse previamente al organismo, que es el paso clave de todo envenenamiento (ingestión o inhalación). Por lo tanto, el polonio-210 que “sea externo” a nuestro organismo no ofrece peligro alguno, ya que las alfas no son capaces de atravesar el espesor de la piel, formado por varias capas de células superpuestas. Ello es aplicable, también, a las contaminaciones cutáneas (salvo que haya heridas).
En la primera mitad del siglo XX el polonio-210 se extraía de los minerales de uranio, pero el procedimiento era extraordinariamente trabajoso y de muy escaso rendimiento. Para obtener 0,22 miligramos de polonio-210 había que procesar una masa de mineral equivalente a 3 toneladas de uranio. Las correspondientes cantidades de ambos radionucleidos (3 t de uranio-238 y 0,22 mg de polonio-210) tienen la misma radiactividad, un curio (1 Ci), antigua unidad (ahora en desuso) equivalente a 37000 millones de bequerelios, o desintegraciones por segundo.
Si hacemos un ejercicio de libre especulación y suponemos que el organismo del señor Litvinenko estaba formado por 100 billones de células, el envenenamiento con 1 Ci de polonio-210, supuesto uniformemente distribuido, destruiría (o lesionaría) todas sus células en menos de una hora, lo que le originaría la muerte con síndrome de irradiación aguda (colapso de sus principales sistemas biológicos, incluido el nervioso central, que es el más resistente). Como el señor Litvinenko estuvo lúcido- para lanzar el “yo acuso” contra Vladimir Putin-, incluso una semana antes de morir, cabe suponer que el veneno contenía una radiactividad sustancialmente menor (entre 0,01 Ci y 0,1 Ci), suficiente para hacer fallar otros sistemas críticos a más bajas dosis, como el gastrointestinal, que probablemente fue el que le llevó a la tumba. El valor real se deducirá con bastante aproximación a partir de la analítica forense de sus diversos órganos.
El polonio-210, usado en el caso que nos ocupa, seguro que no fue obtenido por el procedimiento antes descrito (polonio de origen natural), sino por el que ahora se emplea (que utiliza los neutrones de un reactor nuclear sobre el bismuto-209). Por esta vía (reacción nuclear), los rusos poducen (regularmente) unos gramos de polonio-210, que exportan a los Estados Unidos, seguramente para mantener operativo el arsenal de cabezas nucleares (como iniciadores de la reacción de fisión en cadena).
Quienes no tenemos nada que ver con el asunto del polonio-210, tendemos a pensar que nuestro organismo está totalmente exento de átomos de este isótopo. Pero, ¡el mundo átomico es tan sutil!, que ello no es nunca totalmente cierto; todos somos portadores de átomos de cuantos isótopos existen en la naturaleza, ya sean estables o radiactivos. Así, siempre seremos portadores de algunos átomos de polonio-210, bien ingeridos directamente, bien generados a partir de las trazas de uranio que llevamos en el organismo. Naturalmente, esta pequeñísima carga orgánica radiactiva que todos llevamos, puede ser completamente inocua. Sólo será preocupante si supera la llamada carga orgánica máxima permisible, a partir de la cual será cierta la apodíctica sentencia de Paracelso (siglo XV): dosis sola fecit venenum. ¡Solo la dosis hace el veneno!