Hay que tener muchas tragaderas para asimilar el mundo. A mí me costó bastante llegar a entenderlo: ¿por qué había que sufrir para conseguir las cosas? ¿Por qué todo en esta vida está relacionado tarde o temprano con el sufrimiento?
Todo esto me sublevaba, hacía que me rebelase. Repito, me costó mucho tiempo entenderlo, y la única respuesta satisfactoria me la dio la religión.
Al principio, cuando empecé a plantearme la vida desde el prisma religioso, había algo que tampoco comprendía: ¿por qué Dios, infinitamente bueno, permitía que sufriéramos? ¿por qué todas las personas fuertes, con carácter, necesitan sufrir? Estas dos preguntas, aparentemente alejadas, tenían una explicación común. La naturaleza del hombre es una naturaleza herida, mero remedo del diseño original. Esa herida la produjo un personaje fundamental para mi comprensión del mundo: el diablo.
Sé que algunos se reirán, pensarán que estoy majara, que me “como mucho el coco”, pero cuando arrecian los problemas necesito recurrir a mis creencias.
Toda lo que estaba a disposición del hombre, todo lo que se conseguía mediante un sencillo acto de voluntad, se ha alejado. Ahora aprender cuesta, trabajar es trabajoso, conseguir tener un cuerpo sano es sacrificado, … construir es más difícil que destruir.
Cuando todo lo anterior se nos hace patente es cuando necesitamos, necesito, explicarme y justificar el dolor, el sacrificio:
- Desde el punto de vista humano, el sacrificio nos hace valorar más las cosas que se consiguen con él.
- Desde el punto de vista religioso, nos acerca más a Dios, compartimos con Él la compasión y actúa como el fuego que acrisola los metales.
No soy masoquista. Me cuesta admitir el dolor, pero no hay vida sin sacrificio. No hay vida sin dolor.
Esta es una de las virtudes que más me conmueven y más admiro: cuando veo a alguien que, con dignidad y alegría, sobrelleva el dolor.