Desde pequeños, nos enseñan que los piojos son seres crueles y atroces, sanguinarios, chupópteros, causantes de picores profundos e incesantes, reyes de la invasión craneal,… Pero, ¿y si esos insectos, que tantos sollozos causan en niños, fuesen útiles? ¿Y si gracias a ellos se hubiesen salvado miles de vidas?
Todo empieza poco antes de la 2ª Guerra Mundial, cuando el biólogo Rudolf Weigl estaba intentando desarrollar una vacuna efectiva contra el tifus que por aquel entonces mataba a miles de personas y se estaba extendiendo por Europa occidental.
Además, en los ejércitos, causaba estragos por la falta de higiene en campamentos. En algunas ocasiones, incluso más que los propios enemigos. Se dice que las causas de la caída de Napoleón en Rusia fueron el frío y el tifus.
Weigl sabía que los piojos eran unos de los medios de propagación, bueno, mejor dicho sus heces (la picadura era inofensiva, pero al rascarse, los excrementos se extendían por la herida y se contraía la enfermedad), así que necesitaba una gran cantidad de ellos, y que además estuviesen contagiados. Como el dejar que picasen a alguien era algo muy peligroso y poco práctico, ideó un sistema por el cual introducía la bacteria por el recto de estos parásitos con agujas tan finas como un capilar y muy buen pulso. Una vez logrado el contagio, sólo quedaba pendiente el tema de la alimentación.
Estos piojos, cepa especial creada por el biólogo polaco llamada Pediculus vestimenti, necesitaban sangre humana para sobrevivir, por ello inventó un método que consistía en unas pequeñas cajas de madera, selladas con parafina para evitar que los insectos escapasen. La cara que estaría en contacto con la piel, contaba con una malla finísima que permitía a los piojos sacar la cabeza para nutrirse. Cada caja contaba con entre 400 y 800 larvas.
Cuando tocaba alimentarlos, Weigl unía varias de estas cajas con una correa y las ataba a sus alimentadores. Estas personas tenían una dieta especial, posibilidades de arresto inferiores y una identificación bien visible. Normalmente, los hombres se las ponían en las pantorrillas y las mujeres en los muslos, estas últimas para ocultar las marcas bajo la falda. La actividad duraba unos 45 minutos al día, pero si por error, se excedían en el tiempo, los piojos llegaban a estallar. Después, las heridas se desinfectaban con alcohol y cloruro de mercurio por seguridad.
La vacuna conseguida fue un éxito y se estaban evitando muchas muertes. Pero, en 1941, los nazis llegaron a Lwów, donde se encontraba el Instituto Weigl y la Universidad Jan Kazimierz, con lo que el desarrollo de la investigación corría peligro por ser Weigl polaco y muchos profesores judíos.
Entonces, al biólogo se le ocurrió contratar de alimentadores a tantos profesores como fuese posible, para salvarlos del ejército y de la Gestapo gracias a que el primero necesitase vacunas, y la segunda se mantuviese distanciada por miedo al contagio.
Como el empleo no sobrepasaba la hora, el resto del día, los profesores, muchos de estos pertenecientes al famoso Cuaderno Escocés , seguían con sus respectivas investigaciones o daban clases clandestinas, forjando así una resistencia intelectual. Uno de ellos fue el célebre matemático Stefan Banach, creador de la paradoja de Banach-Tarski
Además, aprovechando su condición de intocables, se enviaron numerosos cargamentos ilegales de vacunas a Varsovia y refugios judíos.
Así que se podría decir que, gracias a Weigl y sus piojos, se hizo frente a los nazis, muchos profesores pudieron seguir sus investigaciones para que hoy podamos disfrutarlas y, lo más importante, se salvaron miles de vidas.
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