¿Hablamos de infamia? (una bella historia)

Nos encontramos en 1871, cuando la primera guerra hispano-cubana lleva tres años sumergiendo a la isla en el dolor, el caos y la muerte, ante la impotencia de las autoridades españolas, tanto en Cuba como en la península. Por supuesto, como suele ocurrir en toda guerra civil (porque ésta lo era, ya que los mambises, los cubanos insurrectos, eran ellos mismos españoles o descendientes de españoles), por todas partes se vive un ambiente opresivo de sospecha, creyendo los españoles que el enemigo tiene agentes ocultos en todas partes, lo que da pie a un sinnúmero de arbitrariedades e injusticias diarias: detenciones sin pruebas, palizas, amenazas, fusilamientos, deportaciones, etc., destacando en este sentido los llamados “Voluntarios”, una institución creada para ayudar y asistir militarmente a las tropas españolas e integrada, como su propio nombre dice, por voluntarios reclutados entre la población partidaria de España en Cuba, es decir, entre los más acérrimos defensores de la pertenencia de la isla al gobierno de Madrid. Progresivamente, las filas de los Voluntarios se fueron incrementando hasta alcanzar las decenas de miles, y su importancia creció de igual forma, ejerciendo una enorme presión sobre las autoridades para que éstas se amoldaran a sus ideas, cuando en cualquier Estado medianamente normal debe ser justo al revés, es decir, que la milicia debe amoldarse a lo que decidan las autoridades. En resumidas cuentas, los Voluntarios tenían, como se dice vulgarmente, la sartén por el mango, y pobre de aquél que se atreviera a llevarles la contraria, por muy alto que fuera su cargo.

Pasemos ahora a otro escenario: Facultad de Medicina de La Habana, donde se encuentran 45 alumnos de primer curso que se muestran nerviosos en espera de la celebración inminente de un examen. Para calmar sus nervios, o por pura travesura, cinco de ellos se ponen a jugar con el carro que servía para trasladar los cadáveres desde el vecino cementerio al recinto de la Facultad para ser diseccionados, provocando un cierto alboroto a la entrada del mismo camposanto, lo que es contemplado por un sacerdote, un tal Mariano Rodríguez, que les reprende por su acción, reconociendo éstos que se han portado muy mal. No obstante, la cosa no queda así, ya que el sacerdote, no contento con su acción, denuncia a la policía que ha visto jugando a los estudiantes dentro del cementerio y ha podido comprobar cómo ha sido dañada la tumba del periodista Gonzalo Castañón, un auténtico héroe para los Voluntarios, pues desde las páginas de su periódico incitaba al odio contra los insurrectos con párrafos tan “laudables” como uno muy recordado en la época en la que abogaba por el exterminio de toda la población cubana y el repoblamiento de la isla con emigrantes procedentes de España. Finalmente, Castañón falleció durante un duelo al que fue retado por un partidario de la independencia, aunque la opinión mayoritaria entre los Voluntarios era la de que su ídolo había sido asesinado.

De más está el decir que cuando se extiende la noticia de que la tumba de Castañón ha sido profanada por los estudiantes, los Voluntarios se pusieron en pie de guerra, llegando incluso a rodear la cárcel en la que éstos habían sido provisionalmente detenidos, exigiendo su inmediato fusilamiento, y anunciando a voz en grito que no aceptarían otro castigo para los estudiantes. Asustadas, las autoridades ceden y, en lugar de una leve reprimenda, deciden llevar a cabo un juicio contra los acusados, a la vez que se difunde la nueva de que, aparte de la tumba de Castañón, otras tumbas pertenecientes a destacados defensores de la causa española también han sido profanadas.

El juicio correspondiente fue una auténtica farsa, ya que la sala estaba llena de miembros vociferantes de los Voluntarios, hasta tal punto que el abogado defensor, a pesar de ser un prestigioso capitán del ejército español, estuvo a punto de ser linchado allí mismo por atreverse a decir que los estudiantes no habían cometido delito alguno y que su condena a muerte, simplemente porque así lo exigían los Voluntarios, sería un asesinato que llenaría de deshonra a España. A todo esto, nadie se había tomado la molestia de visitar el cementerio y comprobar si las acusaciones eran ciertas, total para qué.  No obstante, y en una sentencia que honra a los miembros del Tribunal, se dictaron penas únicamente de prisión para los acusados, aunque los Voluntarios amenazaron con sublevarse si no se celebraba un nuevo juicio que resultara “más justo” (sic).

Finalmente, se reunió el nuevo tribunal que, dócil, se plegó completamente a las exigencias de los Voluntarios, que eran, nada más y nada menos, la condena a muerte de ocho estudiantes (nótese que, en los supuestos hechos, sólo habían participado cinco estudiantes). Pero vamos, eso no era problema alguno, ¿acaso no eran 45 los estudiantes que estaban en la Facultad de Medicina esperando el comienzo de examen? pues nada más sencillo que sortear el nombre de los otros tres a los que le iba a tocar “la lotería”, aunque eso sí, la suerte nunca es ciega: de los 40 estudiantes que supuestamente debían entrar en el sorteo, dos se vieron exentos, uno de ellos porque pertenecía al mismo cuerpo de los Voluntarios que exigían sangre, y el otro porque era un súbdito norteamericano y el cónsul de los Estados Unidos amenazó con todo tipo de represalias si le ponían un dedo encima.

Al final, aparte de los cinco encausados desde el principio, cuyas edades oscilaban entre los 15 y los 20 años, fueron condenados por sorteo otros tres estudiantes aunque, para más inri, uno de los que le tocó “la negra” fue uno del que constaba que, en el día de los hechos, no se encontraba en la Facultad, sino a más de cien kilómetros de distancia de La Habana, pero qué importa, total tampoco se va a parar uno a tener en cuenta detalles tan nimios.

Para resumir la actuación de los dos tribunales de ¿justicia? tenemos:

1) No hubo más testigos que el sacerdote ya citado.

2) No se comprobaron las acusaciones.

3) No se tuvo en cuenta que algunos de los condenados a muerte eran menores de edad.

Finalmente, el 27 de noviembre de 1871, a las 17’00 horas, los ocho estudiantes pagaron con sus vidas una simple travesura y dieron satisfacción a las exigencias de los Voluntarios, los cuales convirtieron el acto en una auténtica romería, pues la inicua matanza se llevó a cabo en medio de música, bailes y comilonas para “celebrar” la hazaña.

En cuanto a los demás estudiantes que se libraron de la ejecución, fueron todos ellos condenados a penas de trabajos forzados que oscilaron entre los doce años y los cuatro meses, con la excepción ya comentada de los dos que escaparon a todo castigo.

Por supuesto, cuando la noticia se extendió por el mundo, se organizó una auténtica campaña de denuncia y protesta ante la barbaridad cometida, especialmente en Estados Unidos y en Gran Bretaña, lo que provocó que las autoridades, por fin, se atrevieran aunque fuera mínimamente a plantar cara a los voluntarios y decidieran suspender las penas de los condenados cuando llevaban poco tiempo en prisión, si bien se vieron obligadas a sacar a los condenados de tapadillo y embarcarlos en un buque con destino a España, porque los Voluntarios habían hecho saber públicamente que, de ser liberados, serían ejecutados por ellos mismos allí donde fueran encontrados.

Como epílogo, decir que el propio hijo del periodista Castañón reconoció, algún tiempo después, que a los pocos días de los sucesos visitó personalmente el cementerio y pudo comprobar que ni a la tumba de su padre ni a la de ningún otro le había ocurrido lo más mínimo. A buenas horas.

Con actuaciones como las aquí narradas ¿era de extrañar que los cubanos quisieran independizarse?. De más está decir que salvajadas como esta hicieron más por la causa independentista que cualquier otra actuación que los mambises hubieran podido llevar a cabo.

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