Firmada el 10 de febrero de 1878, esta paz, que con el tiempo se demostraría como una simple tregua, puso fin a la primera guerra hispano-cubana (la llamada “Guerra de los Diez Años”), siendo firmada, en nombre de España, por el general Arsenio Martínez Campos, el mismo que había dado inicio al período histórico conocido como La Restauración al pronunciarse en Sagunto, Valencia, en favor del futuro Alfonso XII, acabando así con el llamado “Sexenio Revolucionario” (1868-1874).
Esta contienda había sido un auténtico horror para ambos bandos, cifrándose en aproximadamente unas 300.000 víctimas las que se produjeron durante la misma, sin que ninguno de los dos bandos consiguiera imponerse de manera decisiva sobre el otro. Por eso, el nombramiento del general Martínez Campos para hacerse cargo de las operaciones resultó decisivo, pues mostrando una gran inteligencia supo combinar la fuerza con la diplomacia, consiguiendo al fin que los diversos líderes “mambises” (nombre con el que se conocía a los insurrectos cubanos) se avinieran a fimar el acuerdo con España que ponía fin a la guerra. Por su parte, Martínez Campos supo mostrarse lo suficientemente indulgente para no provocar una ruptura de las conversaciones de paz, prometiéndoles a los insurrectos, en nombre del gobierno español, los siguientes puntos:
– Indulto general para todos los combatientes, presos y desertores (muchos españoles se pasaron a las filas del enemigo) que habían combatido junto a los rebeldes.
– Igualdad de grados entre ambos ejércitos. Esto significaba que aquellos oficiales de entre los insurrectos que lo desearan, podían ingresar en el ejército español manteniendo el mismo grado del que hubieran disfrutado en el ejército rebelde.
– Libertad para abandonar Cuba de todo aquél que lo deseara.
– Concesión de una cierta autonomía a la isla.
– Admisión de representantes cubanos en las Cortes españolas.
– Fin de la esclavitud en la isla.
Además, para evitar cualquier intento de venganza que pudiera comprometer el fin de las hostilidades, Martínez Campos hizo trasladar a la Península al autonombrado presidente cubano, Tomás Estrada Palma, que había caído prisionero de las tropas españolas, pues no se fiaba de que algún exaltado militar español decidiera tomarse la justicia por su mano y ejecutarlo sin más proceso.
Desgraciadamente, como he dicho antes, esta paz no fue un punto y final, tan sólo un punto y seguido, puesto que en 1895 se produjo una nueva (y definitiva) revuelta en Cuba, iniciada con el llamado “Grito de Baire”, debido a que las autoridades españolas no cumplieron algunos de los puntos incluidos en el Convenio de Zanjón, especialmente en lo tocante a la concesión de la prometida autonomía y en lo referente a la igualdad de grados y la admisión en el ejército español de sus antiguos enemigos. En cuanto a la concesión de la autonomía, distintos políticos españoles, encabezados por el mismísmo Cánovas del Castillo, se oponían a la misma, pues temían el efecto que ello pudiera tener sobre algunas regiones españolas, especialmente Cataluña y el País Vasco.
Por su parte, la asimilación de grados chocó con una negativa total por parte de los oficiales del ejército español, que no estaban dispuestos, bajo ningún concepto, a admitir dentro de sus filas a los que, hasta hacía muy poco, eran sus odiados y despreciados enemigos.
En resumen, como ocurrió más de una vez en la Historia de España, esto es la crónica de lo que pudo ser y no fue.